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EL FETICHE DE LA IDENTIDAD Y LA ANCESTRALIDAD

En la actualidad, el capitalismo ha forjado nuevas ideologías para explotar-dominar a los pueblos. Uno de ellos es el multiculturalismo, que a diferencia de las épocas coloniales considera que “es bueno (para los negocios) respetar a las culturas diferentes”, que hay derecho de que existan pueblos diferentes al europeo moderno, siempre y cuando no cuestionen o pretendan transformar la explotación capitalista. La ideología de la ancestralidad, como una variante del multiculturalismo capitalista, nos vuelve nuevamente a la época de la colonia.

Ancestralidad
Fotografía: Patricio Realpe/ChakanaNews

Por Inti Cartuche Vacacela

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Uno de los conceptos más manoseados para un sin fin de cosas es la noción de “identidad”. Palabra nacida dentro del marco de la antropología, para designar unas ciertas características que diferencias grupos y poblaciones sociales con respecto a otros, para diferenciar aspectos relacionados al género, entre otras cosas. De todas formas la idea de “identidad” pronto escapó a los márgenes de las ciencias sociales para colocarse dentro de los discursos cotidianos y políticos, y a la larga se puso de moda –al menos en muchos países de Latinoamérica–.

Así, a partir del auge de los movimientos indígenas del continente, se empezó a hablar de la identidad como una noción central para entender los procesos sociales y políticos que estaban llevando a cabo los pueblos indígenas. En cierto sentido, la noción de identidad reemplazó, o dicho de otra forma, movió el foco de atención del poder, del estado y la sociedad, desde las exigencias por transformaciones políticas –puestos sobre la mesa por las movilizaciones indígenas– hacia la cuestión de la cultura y la identidad. Esto significó en muchos casos que las cuestiones centrales de la problemática de los pueblos indígenas –control de la riqueza y autogobierno en el marco de una lucha contra el estado y el capitalismo– quedaron reducidas a una cuestión problemas de identidad o culturales.

Así, la noción de identidad pasó a ser el centro de los discursos políticos para entender o abordar el cuestionamiento que significaban las movilizaciones indígenas del fines del siglo pasado. No solamente desde el estado y sus instituciones, sino también desde la sociedad –en la que incluimos a los mismos pueblos indígenas– empezaron a usar la identidad como marco privilegiado de entender la realidad y la política indígena.

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Esta noción tendió a opacar y muchas veces olvidar los objetivos iniciales de disputa de poder y de control de la riqueza social (territorios y trabajo) por la que se luchaba. A pesar de que, la cuestión cultural y la misma identidad, son problemas que se tomaban en cuenta, nunca fueron pensadas como aisladas de los problemas estructurales del estado y la sociedad.

Pero la cuestión no quedó ahí. La identidad –indígena sobretodo- empezó a pensarse como algo que no tiene nada que ver con otras dimensiones de la vida social de las personas o grupos. Se aceptó que la identidad no tiene nada que ver con la forma en cómo producimos socialmente la vida por medio del trabajo y del medio natural dónde se desarrolla, es decir como si no fuera un fenómeno histórico y social.

La identidad entonces se volvió una cosa, un objeto, un fetiche al que hay que rendir culto y además cuidarlo para que no se vaya contaminar con cosas externas o ajenas. La identidad indígena, desde los discursos del poder que se han asimilado fácilmente, se ha convertido en una camisa de fuerza para entender los procesos históricos y sociales de la poblaciones indígenas. Es decir, marcando un deber ser, una normatividad rígida en donde se pretende hacer encajar a la fuerza las múltiples y complejas acciones sociales de los pueblos indígenas.

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Una de las consecuencias más visibles de asumir el fetiche de la identidad ha sido justamente separar procesos sociales interrelacionados como el Estado, las transformaciones del capitalismo en el campo, el mestizaje, etc. Es decir, pensar por fuera y más allá del resto de fenómenos que indudablemente atraviesan y complejizan la idea de identidad.

Otro efecto de pensar la identidad como fetiche es la de pensar que los pueblos indígenas se han desarrollado históricamente por fuera del contacto de la sociedad moderna, capitalista, estatal y en paralelo al resto de población. Indudablemente, los pueblos indígenas disponemos de ciertas peculiaridades que nos diferencian del resto de la población, pero hay que ser claros, nunca totalmente. Y mucho menos ahora que los cambios profundos que se han dado en el campo, en los estados, la penetración del capitalismo en la vida misma de las comunidades. La identidad indígena no es un objeto, es un proceso social vivo. Y si miramos la historia misma podemos darnos cuenta de que lo que somos ahora, no se puede entender sin los complejos y contradictorios tejidos de historias y procesos sociales con otros pueblos, con el Estado y con el capital.

Es necesario entender la identidad como algo móvil, poroso, contradictorio, múltiple y maleable, como un proceso de tejido continuamente realizado. Hay que abandonar la noción de identidad de museo que se quiere imponer desde el poder a los pueblos, y que muchas veces terminamos asumiendo sin mayor crítica.

Junto a la noción fetichizada de identidad, ha aparecido también la idea de “ancestralidad” como una yapita para que no quede duda de que la identidad indígena no ha cambiado, y está volando por encima del camino de la historia.

La “identidad ancestral” no existe como un continuo inalterable desde una época antigua hasta la actualidad. La noción de “ancestralidad” es una concepción lineal y progresista de la historia propia de la modernidad europea, a la cual pretende cuestionar sin saber que es producto de ella misma. Lo que si existe es un legado histórico cultural que puede pervivir, o desaparecer, transformarse en el tiempo-espacio, es decir lo que si existe son nuestras identidades y pueblos transformándose continuamente bajo la presión de la colonia, de los estados nación, del capitalismo, y también por nuestras propias luchas como pueblos.

Pensar “lo ancestral” de una forma fundamentalista, nos saca de la historia, del presente y de la posibilidad de determinar un futuro. Lo ancestral entendido como una identidad invariable en el tiempo simplemente nos transforma de sujetos en objetos, en piezas de museo. Nos lleva a pensarnos como objetos y no como sujetos de la historia. Y como objetos, nos despolitiza, nos aleja de las luchas por el poder político – económico que estructura la sociedad.

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Los seres humanos al vivir en comunidad o en sociedad construimos un poder social, una capacidad de determinar nuestra vida en comunidad y en relación a la naturaleza. Esa capacidad es nuestra potencia política, el ushay y el pushay en kichwa. Es justamente esta capacidad, esta sujetidad la que nos quitamos cuando pensamos nuestra identidad y nuestros pueblos desde la “ancestralidad” fundamentalista. Al contrario, esa potencia política –el ushay o el pushay– nos ha permitido sobrevivir hasta ahora como pueblos, no la “ancestralidad”. Incluso desde la misma concepción kichwa del término ñawpa no existe la “ancestralidad” sino como un continuo proceso dialéctico entre el pasado “ñawpa – tiempo” y el futuro “ñawpa – adelante” que se construye en el presente (kay pacha). La idea kichwa ñawpa del devenir del tiempo-espacio no parte de un pasado que se va superando de forma progresista hacia un futuro. El devenir del tiempo-espacio no es la pervivencia invariable de lo ancestral, sino la continua transformación dialéctica del pasado en el presente.

La “ancestralidad” es una nueva forma de colonización de nuestros pueblos e identidades. En tiempo de la colonia se nos consideraba “pueblos sin historia”, pueblos que supuestamente nos habíamos quedado congelados en el tiempo y por fuera de la civilización humana, rezagos de humanidad nos consideraban los colonizadores. Y desde ese discurso colonizador se nos consideró inferiores y por tanto posibles de explotar y dominar, de eliminar en muchos casos.

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En la actualidad, el capitalismo ha forjado nuevas ideologías para explotar-dominar a los pueblos. Uno de ellos es el multiculturalismo, que a diferencia de las épocas coloniales considera que “es bueno (para los negocios) respetar a las culturas diferentes”, que hay derecho de que existan pueblos diferentes al europeo moderno, siempre y cuando no cuestionen o pretendan transformar la explotación capitalista. La ideología de la ancestralidad, como una variante del multiculturalismo capitalista, nos vuelve nuevamente a la época de la colonia. Bajo el manto de una supuesta invariabilidad de nuestras identidades y pueblos nos convierte en “pueblos sin historia”. En la época actual, “es bueno respetar la ancestralidad de los indígenas” porque es bueno para los negocios, pues como piezas de museo se pueden consumir en los supermercados modernos de las identidades.

La identidad indígena entonces debe reconocerse no en su ancestralidad sino en su contemporaneidad, es decir, en un proceso vivo, que se modifica, se supera en el presente continuamente, en su historicidad. El capitalismo quiere que seamos objetos sujetados a los objetivos de la acumulación, no quiere que seamos sujetos de la historia, los objetos no se liberan, los sujetos si.

La idea de ancestralidad nos idealiza, y al hacerlo nos nos deja ver nuestros errores y contradicciones a partir de las cuales aprender y actuar. No se trata de satanizar ni de idealizar. Nuestras identidades y culturas, como construcciones históricas, han servido para hacer frente a las diferentes dimensiones de la dominación que se nos han sido impuestas desde la conquista, por poner un ejemplo el ethos comunitario ha permitido desarrollar organizaciones, hacer propuestas políticas y la lucha concreta al capitalismo.

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Sin embargo, hay que indicar que cuando optamos por el fundamentalismo de la identidad, como la ancestralidad, lejos de ser un apoyo a la lucha por nuestra liberación como pueblos, sostenemos nuevas formas de colonización y dominación ya que reduce la lucha solo a la cuestión cultural identitaria. Situarnos allí nos separa de otros sectores sociales con quienes compartimos similares condiciones y con quienes podemos y necesitamos hacer frente al sistema actual.

Para cerrar, nuestras mamas y taytas, no ancestrales, sino históricos, tuvieron la lucidez de situar adecuadamente la cultura y la identidad en la lucha por la liberación de los pueblos: “Mirar con ambos ojos, como indios, pero también como pobres”. Nuestra identidad, nuestra cultura, como construcciones históricas y concretas, debe servirnos para alumbrar caminos de emancipación como runas en los dos sentidos del término kichwa: como pueblos indígenas, pero también como seres humanos. Al hacerlo así nuestras luchas no solamente son desde y para los pueblos indígenas, sino que en el fondo también son desde y para todos los pueblos del mundo sometidos a la explotación y dominación del capitalismo. Creo que tomando en cuenta ese legado histórico (no ancestral) podemos en verdad honrar y dar continuidad a la lucha de nuestros taytas y mamas. Se trata entonces de “encender en la historia la chispa de la esperanza”, que nuestro pasado sirva para construir una sociedad libre y más justa.

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